Durante casi todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX en que el sistema capitalista impuso su ley y se ha ufanado en destacar sus conquistas técnicas y científicas, se ha guardado muy bien de confesar que, aparte del empeño de los técnicos y hombres de ciencia, todo el esfuerzo material ha gravitado sobre las nobles espaldas de los trabajadores y de los pueblos sometidos, a los que jamás les han llegado, en proporción a sus sacrificios, los beneficios de tales conquistas que, en muchos casos, más bien han servido para la destrucción y la muerte.
El despertar de una nueva conciencia social en marcha hace pensar que si en la etapa industrial fue posible la explotación del hombre y de los pueblos sometidos al colonialismo imperialista, en la etapa posindustrial, que ya se anuncia, no será posible seguir con semejantes métodos y sistemas. En este 1968 ya soplan vientos de fronda para los contumaces reaccionarios de otros tiempos: comienza ya“la hora de los pueblos”, caracterizada por la liberación de las naciones del yugo opresor de los imperialismos como por la supresión de la injusticia social. Tal vez algunas personas que puedan leer este libro lleguen a pensar que se trata de un enemigo de Estados Unidos: nada más lejos de la verdad. Yo no ataco, critico, y esa critica no es al país ni al pueblo, ni siquiera a la nacionalidad, sino a los hombres, a quienes la casualidad ha puesto en situación de decidir, que en la política internacional han equivocado el camino de la grandeza, que en otros aspectos han acertado. Hace pocos días, Arnold J. Toynbee, en un articulo del A.B.C. de Madrid intitulado "Estados Unidos en Crisis", decía textualmente: "Los Estados Unidos han tenido durante muchos años una falsa sensación de seguridad, una falsa euforia, que ahora ha quedado destrozada" y no creo que Toynbee sea un enemigo de EE. UU.
Para nosotros, los latinoamericanos, nada sería más placentero que unos Estados Unidos evolucionados, fuertes y ricos, encabezando al Nuevo Continente por derecho propio, siempre que ello se realizara sin detrimento de los demás, sin métodos imperialistas de dominio y explotación, sin insidiosos procedimientos y sin la prepotencia del avasallamiento. En tales condiciones, la defensa solidaria, del Continente sería un hecho y hasta se justificaría en cierta medida la Doctrina de Monroe. Pero nadie podrá imaginar semejante conducta en países sojuzgados y menos aún para "atacar a Cuba", "ocupar la Republica Dominicana" o cooperar en el genocidio de Vietnam del Norte.
Esta misma opinión es compartida por numerosos norteamericanos. No hace mucho, un general estadounidense, manifestaba que "Al Capone" murió en la cárcel por aplicar sus métodos en cuatro distritos de Chicago y, a renglón seguido se preguntaba ¿que merecerían los EE. UU. si los aplicara en el mundo? En el senado de la Unión se oyen todos los días juicios y críticas parecidos. Yo sé que no tengo derecho a meterme en los asuntos internos de ese país, pero tampoco ignoro que me asiste el más legítimo derecho de enjuiciarle cuando sus hombres se inmiscuyen en los de nuestros países o cuando sus maniobras provocan los graves perjuicios que señalo.
El senador Fulbrigth ha manifestado en un debate sobre la guerra del Vietnam, que Estados Unidos esta siguiendo el mismo camino que los imperialismos griegos y romanos. A lo largo del texto de este libro el lector encontrara varias veces una afirmación semejante, pues los imperialismos tienen un destino al que, por determinismo histórico, no pueden escapar como lo viene confirmando la historia a lo largo de todos los tiempos. No valen ni la riqueza ni la fuerza para sostenerlos: ni Cartago sobrevivió a Escipion El Africano, ni Roma, el imperio más fuerte que ha producido la humanidad, pudo hacerlo ante su propia decadencia: es que a los imperialismos nadie los tumba de afuera, se pudren por dentro.
Si Roma, en la época de la carreta, tardó más de un siglo en derrumbarse y desaparecer, los imperialismos modernos, en los tiempos del cohete, están ante un proceso más peligrosamente rápido. Roma acentúa su caída con el asesinato de Julio Cesar. Marco Aurelio la detiene merced a su sabiduría y su prudencia; durante los años de su gobierno consigue apuntalarlo, reuniendo en Roma a los hombres más importantes de las diversas provincias romanas que, al final de las ceremonias reciben con tal beneplácito sus paternales palabras que regresan a sus lares al grito de "Viva Roma". Su hijo que, si heredó el imperio no heredó su talento, disconforme con la presunta "debilidad" de su padre, opto por los métodos violentos y cuando los naturales de las distintas regiones pretendieron discutir sus arbitrarias decisiones, no titubeo en mandar una Legión para que le trajera la cabeza del culpable.
También al actual imperialismo podríamos escribirle los "Idus de Marzo". Su decadencia puede haber comenzado con el asesinato de Kennedy. Hoy las "Legiones" se llaman "Mari¬nes" pero el espectáculo no ha variado. Cuando señalamos un peligro no es porque nos sintamos enemigos. He deseado más que nada ser veraz y sincero en cuanto trato de enjuiciar. No me ha interesado tanto la dialéctica ni la retórica como la verdad y, la verdad, como dicen los árabes, "habla sin artificios". La política suele tener sus características originales; una de ellas es la necesidad de llamar a las cosas por su nombre. Como José Hernández, en su inmortal "Martín Fierro", anhelo decir con propiedad:
Más naides se crea ofendido,
pues a ninguno incomodo:
y si canto de este modo
por encontrarlo oportuno,
NO ES PARA MAL DE NINGUNO
SINO PARA BIEN DE TODOS.
Madrid, agosto de 1968
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